lunes, 17 de agosto de 2020

Impulso - Eric Frank Russell (relato completo)

 
IMPULSO 
Eric Frank Russell

Era la tarde libre de su criado y el doctor Blain tuvo que contestar personalmente al zumbador de su sala de espera. Maldiciendo mentalmente la prolongada ausencia de Tod Mercer, su factótum, el doctor tapó la probeta, tomó de debajo el tubo de ensayo con el líquido neutralizante y lo colocó en un estante.

Rápidamente, se metió una espátula de remover en un bolsillo del chaleco, se frotó las manos una con otra y dirigió una breve mirada a todo el pequeño laboratorio. Luego trasladó su alto y delgado cuerpo a la sala de espera.

El visitante se hallaba desplomado sobre un gran sillón. El doctor le observó, dándose cuenta de que se trataba de un individuo de aspecto cadavérico con ojos de pez, piel manchada y pálidas e hinchadas manos. Las ropas que llevaba no le sentaban mucho mejor que le hubiera sentado un saco.

Blain le catálogo a simple vista como un caso de úlcera perniciosa, o bien como un agente de seguros que se proponía hacerle un seguro que él no tenía intención de hacer. «De todos modos —decidió—, la expresión del hombre tiene un fantástico retorcimiento». En una palabra, que le atacaba los nervios.

—Es usted el doctor Blain, ¿verdad? —preguntó el hombre del sillón.

Su voz surgió gangosa y misteriosa, y el doctor Blain sintió un estremecimiento en su espina dorsal.

Sin esperar respuesta y con su muerta mirada fija en Blain, que se alzaba en pie ante él, el visitante continuó:

—Nosotros somos un cadáver individual con ojos de pez, piel manchada, y peludas e hinchadas manos.

El doctor tomó asiento de pronto, agarrándose a los brazos de su sillón hasta que sus nudillos parecieron como ampollas.

El visitante se aclaró la garganta lenta e imperturbablemente.

… Las ropas que llevamos no nos sientan mucho mejor que nos habría sentado un saco. Somos sin duda un caso de úlcera perniciosa o bien un agente de seguros al que usted no tiene intención de complacer. Nuestra expresión tiene un extraño torcimiento y ello le ataca a usted los nervios.

El visitante movió un ojo putrefacto que se clavó, con horrible falta de brillo, en el doctor, que parecía herido por un rayo. Luego añadió:

—Nuestra voz es gangosa y su sonido le ha producido a usted un estremecimiento en la espina dorsal. Tenemos ojos que parecen putrefactos y que se clavan en usted con horrible falta de brillo…

Haciendo un poderoso esfuerzo, Blain, con el rostro rojo y tembloroso, se inclinó hacia adelante. Sus cabellos color acero se le habían erizado en la parte posterior de su cuello. Abrió la boca, pero su visitante se apresuró a decir palabras que él iba a pronunciar:

—¡Dios de los cielos! ¡Lee usted mis pensamientos!

La fría mirada del individuo permaneció fija en la sorprendida faz de Blain mientras éste se ponía en pie. Entonces, breve y sencillamente, dijo:

—Siéntese.

Blain continuó en pie. Pequeñas gotas de sudor le corrían por la frente y descendían por su cansado y arrugado rostro.

Con más ímpetu, en tono de advertencia, el otro repitió:

—¡Siéntese!

Blain, que sentía una extraña debilidad en las rodillas acabó por obedecer. No dejaba de mirar la sorprendente palidez de las facciones de su visitante, y al cabo tartamudeó:

—¿Quién… quién diablos es usted?

—¡Eso! —contestó el otro entregándole un recorte de periódico.

Blain lanzó al recorte una mirada indiferente, seguida de otra más atenta. Luego protestó:

—Pero esto es una noticia periodística en la que se habla del robo de un cadáver en un depósito.

—Exacto —asintió el visitante.

—Pero no comprendo —dijo Blain, cuya expresión reflejaba el mayor asombro.

—Esto —dijo el visitante señalando con un dedo sin color su fofa vestimenta—, esto es el cadáver.

—¿Qué?

Por segunda vez, el doctor se puso en pie. El recorte se desprendió de sus dedos sin fuerza, cayendo sobre la alfombra. Y el doctor permaneció mirando hacia aquella cosa que había en la silla, expeliendo su aliento con un largo silbido mientras buscaba inútilmente algunas palabras que decir.

—Este es el cuerpo —repitió el visitante.

Su voz sonaba como si pasara burbujeante a través de un espeso aceite. Luego señaló el recorte.

—No se ha fijado usted en la fotografía —continuó—. Mírela. Compare ese rostro con el que llevamos.

—¿Llevamos? —inquirió Blain, que sentía un torbellino en su mente.

—¡Llevamos! Somos muchos. Mandamos en este cuerpo. Siéntese.

—Pero…

—¡Siéntese!

La criatura sentada en el sillón metió una fría y flácida mano en las interioridades de su amplia chaqueta, sacó una gran pistola automática y apuntó con ella torpemente. A Blain le pareció que el cañón del arma abría una boca enorme.

Se sentó, recogió el recorte y miro la fotografía.

El pie de ella decía: «El difunto James Winstanley Clegg, cuyo cuerpo desapareció misteriosamente anoche del depósito de cadáveres de Simmstown».

Blain miró a su visitante, luego a la fotografía y después de nuevo a su visitante. Los dos eran el mismo, indudablemente el mismo. La sangre empezó a martillear en las arterias del doctor.

La automática cayó, titubeó, se alzó un poco una vez más.

—Sus preguntas se han anticipado —murmuró el difunto James Winstanley Clegg—. No, éste no es una caso de despertar espontáneo de un sueño cataléptico. Su idea es ingeniosa, pero no explica lo verdaderamente ocurrido.

—Entonces… ¿qué caso es éste? —preguntó Blain con súbito valor,

—Se trata de una confiscación.

Los ojos del cadáver se movieron de un modo muy poco natural.

—Nos hemos apropiado de algo —continuó el visitante—. Ante usted se halla un hombre que ha sido poseído —se permitió una sonrisa de vampiro—. Parece que, en vida, este cerebro estuvo dotado del sentido del humor.

—Sin embargo, yo no puedo…

—¡Silencio! —El arma se movió para dar énfasis a la orden—. Nosotros hablaremos y usted escuchará. Nosotros comprenderemos todos sus pensamientos.

—Perfectamente.

El doctor Blain tomó de nuevo asiento en su silla sin dejar de mirar con disimulo a la puerta. Estaba convencido de que se las había la con un loco. Sí, con un maniático… a pesar de lo de la lectura de los pensamientos, a pesar de la fotografía del recorte.

—Hace días —gargageó Clegg, o lo que había sido Clegg—, una cosa llamada meteoro aterrizó en las proximidades de esta ciudad.

—Ya lo leí —admitió Blain—. Lo buscaron, pero no lo encontraron.

—Ese fenómeno era en realidad una nave del espacio —la automática temblaba en la débil mano; el visitante apoyó el arma sobre su regazo—. Era una nave del espacio que nos trajo desde nuestro mundo, Glantok. La nave era extraordinariamente pequeña para los tamaños de ustedes, pero es que nosotros también somos pequeños. Muy pequeños. Somos submicroscópicos, y nos contamos por miríadas. No, no somos gérmenes inteligentes —el nauseabundo ser robó el pensamiento de la mente del que escuchaba—. Somos aún menos que eso —hizo una pausa para buscar palabras más explícitas—. En masa, parecemos un liquido. Puede usted catalogarnos como virus inteligentes.

—¡Oh! —exclamó Blain.

Luchaba para calcular el número de saltos que precisaba dar para alcanzar la puerta, calculándolos sin revelar sus pensamientos.

—Nosotros los glantokianos somos parásitos en el sentido de que habitamos y controlamos los cuerpos de criaturas de más bajo nivel. Vinimos aquí al mundo de ustedes, ocupando el cuerpo de un pequeño mamífero glantokiano.

Tosió, produciendo un viscoso ruido en su gaznate. Luego continuó:

—Cuando aterrizamos y salimos al exterior, un perro excitado persiguió a nuestro animal y lo atrapó. Nosotros, a nuestra vez atrapamos al perro. El animal glantokiano murió y nosotros salimos de él. El perro no nos servía para nuestro propósito, pero sí sirvió para transportarnos al interior de la ciudad y para encontrar este cuerpo, Cuando abandonamos al perro, éste se dejó caer palas arriba y murió.

La puerta de la verja produjo un súbito chirrido que puso en tensión los nervios de Blain. Unos pasos ligeros resonaron en el sendero de asfalto que conducía a la puerta principal. Blain esperó casi sin respirar, con los oídos tensos y los ojos muy abiertos.

—Tomamos este cuerpo, licuamos la congelada sangre, aflojamos las rígidas articulaciones, suavizamos los muertos músculos, e hicimos andar el cadáver. Parece ser que su cerebro fue en vida bastante inteligente y que sus recuerdos permanecían perfectamente ordenados. Utilizamos la inteligencia del cerebro muerto para pensar en términos humanos y para conversar con usted.

Los pasos que se aproximaban sonaron ya muy cerca. Blain colocó sus pies en posición firme sobre la alfombra, apretó sus manos contra los brazos del sillón y luchó para mantener bajo dominio sus pensamientos. El otro no pareció notar nada; mantenía su cadavérico rostro vuelto hacia Blain y continuaba pronunciando sus gangosas palabras:

—Bajo nuestro control, el cuerpo robó estas ropas y esta arma. Su propio cerebro muerto recordó para lo que servía el arma y nos explicó el modo de usarla. También nos habló de usted.

—¿De mí?

El doctor Blain, inclinado hacia adelante, movió sus brazos mientras calculaba si su proyectado salto le pondría lejos del alcance de la automática. Los pasos que sonaban en el exterior habían llegado a los escalones.

—No es prudente lo que hace —le advirtió el individuo que decía ser un cadáver —. Sus pensamientos son no sólo observados sino que anticipamos sus conclusiones.

Blain aflojó la tensión. Los pasos estaban subiendo la escalera.

—Pero un cuerpo muerto es meramente un substituto —continuó el otro—. Necesitamos uno vivo, que posea toda su capacidad orgánica. Cuando nos multipliquemos, necesitaremos más cuerpos. Desgraciadamente, la susceptibilidad del sistema nervioso se halla en proporción directa con la inteligencia del sujeto.

Se aclaró el gaznate y luego tosió, produciendo el mismo liquido carraspeo de antes.

—No podemos garantizar, al ocupar los cuerpos de los inteligentes, que no les volvamos locos, y un cerebro desordenado nos resulta tan poco conveniente como uno recién muerto. Nos resulta tan inútil como una máquina estropeada le resulta a usted.

Las pisadas cesaron. La puerta del departamento se abrió y alguien penetró en el pasillo. La puerta se cerró luego. Unos pies anduvieron por encima de la alfombra camino de la sala de espera.

—Por lo tanto —continuó el humano que no era humano—, debemos posesionarnos de los inteligentes cuando éstos se hallen tan profundamente inconscientes que no se den cuenta de nuestra invasión, y nuestra posesión debe estar completada cuando se despierten. Necesitamos, pues, la ayuda de alguien capaz de tratar a los inteligentes de la manera que nosotros deseamos, y que lo haga sin despertar sospechas de nadie. En una palabra, requerimos la cooperación de un médico.

Los espantosos ojos se hincharon ligeramente. Su poseedor añadió:

—Como no tenemos poder para seguir animando mucho tiempo este cuerpo ineficaz, debemos disponer de uno fresco, vivo, saludable, tan pronto como nos sea posible.

Los pies que sonaban en el pasillo titubearon, se detuvieron. La puerta se abrió. En aquel momento, el difunto Clegg apuntó con un pálido dedo a Blain y barbotó:

—Usted nos va a ayudar —y el dedo, se dirigió entonces hacia la puerta—. O ese cuerpo será el primero.

La muchacha que estaba en el umbral era joven, rubia, agradablemente llenita. Permaneció inmóvil, cubriéndose con una mano su pequeña boca roja y medio abierta. Sus azules ojos, muy abiertos, contemplaban con temerosa fascinación la blanqueada máscara que había tras el dedo que apuntaba hacia ella.

Reinó un momento de profundo silencio mientras el individuo cadavérico mantenía su ademán. Las facciones del mismo sufrieron un progresivo acromatismo, tornándose aún más incoloras, más cenicientas. Su pupilas —muertas bolas en unas heladas órbitas— brillantes súbitamente con repentina luz, una luz verde, infernal. El individuo se puso torpemente en pie, no sin balancearse sobre los talones primero hacia adelante y después hacia atrás.

La muchacha carraspeó. Bajó la vista y vio la automática en aquella mano escapada de la tumba. Entonces lanzó un grito agudo. Fue un grito que sugería que arrastraban su alma hacia lo desconocido. Luego, cuando el muerto vivo avanzó hacia ella, cerró los ojos y se desplomó.

Blain llegó junto a la muchacha en el preciso instante en que tocaba el suelo. Había cubierto la distancia en tres frenéticos saltos. Sostuvo el suave y moldeado cuerpo, salvándolo de recibir un golpe. Apoyó su cabeza sobre la alfombra y palmoteó sobre sus mejillas vigorosamente.

—Se ha desmayado —gruñó enfadado—. Puede ser una enferma, o quizás viniera a buscarme para que fuese a ver a un paciente. Quizás se trate de un caso de urgencia.

—¡Basta!

La voz fue imperiosa, a pesar de su fantástico borboteo. El arma apuntó ahora directamente a la frente de Blain.

—Vemos, a través de los pensamientos de usted que este desmayo es una cosa temporal. Sin embargo, resulta oportuno.

Aprovéchese usted de la situación, anestesie el cuerpo, y nosotros lo ocuparemos.

Arrodillado como estaba junto a la joven, Blain miró hacia arriba, y lenta y firmemente dijo:

—¡Les mandaré a ustedes al infierno!

—¡No necesitaba usted decirlo! —replicó el individuo.

Hizo, una horrible mueca y dio dos pasos de autómata hacia adelante.

—Usted hará lo que le digo, o bien lo haremos nosotros con la ayuda del propio conocimiento de usted y del propio cuerpo de usted. Le metemos una bala en el corazón, tomamos posesión de usted, reparamos la herida, y usted es nuestro. «¡Maldito sea usted!» —añadió robando las palabras de los propios labios de Blain. Y continuó—: Podemos hacer uso de usted en cualquier caso, pero preferimos un cuerpo vivo a uno muerto.

Mientras lanzaba una desesperada mirada a su alrededor, el doctor Blain pronunció una plegaria mental en busca de ayuda… una plegaria que interrumpió al ver la sonrisa de su antagonista, que la había entendido. Se puso en pie, alzó la inerte figura de la muchacha y la condujo, atravesando la puerta y el pasillo, a su departamento de cirugía. Lo que había sido el cuerpo de Clegg avanzó grotescamente tras él.

Tras de haber depositado suavemente a la muchacha en un sillón, Blain le froto las manos y las muñecas y le dio de nuevo golpecitos en las mejillas. Un ligero color afluyó al rostro de la desmayada, que movió los párpados. Blain llegó hasta un armario, abrió sus puertas de cristal y sacó de él una botella de sal volátil. En aquel momento sintió algo duro en mitad de la espalda. Era el cañón de la automática.

—Olvida usted que el proceso que sigue su mente es para nosotros un libro abierto; Está usted intentando reavivar el cuerpo y así ganar tiempo.

La asquerosa forma que había detrás del arma forzó a sus músculos faciales a que hicieran una retorcida mueca.

—Deje el cuerpo en esa mesa y anestésielo —continuó.

A regañadientes, el doctor Blain apartó su mano del armario. Luego cogió a la muchacha y la depositó sobre la mesa de operaciones, encendiendo a continuación la poderosa lámpara que colgaba directamente sobre ella.

—¡Más comedia! —comentó el otro—. ¡Apague esa lámpara! Con la otra hay luz más que suficiente.

Blain apagó la lámpara. Su rostro reflejaba la mayor agitación, pero mantenía la cabeza erecta, los puños crispados.

Miró cara a cara la amenazadora arma y dijo:

—Escúcheme. Voy a hacerle una proposición.

—¡Tonterías! —exclamó el difunto Clegg, paseándose alrededor de la mesa cortos y arrastrados pasos. Como le hemos dicho antes, está usted intentando ganar tiempo. Su propio cerebro nos advierte de ello…

Se interrumpió bruscamente cuando la desmayada muchacha comenzó a murmurar vagas palabras e intentó erguirse.

—¡De prisa! ¡La anestesia!

Antes de que se pudieran mover, la muchacha se sentó.

Una vez sentada contempló fijamente aquel horroroso rostro que maullaba y hacia muecas a un pie de su propio rostro.

Se estremeció y dijo lastimosamente:

—¡Déjenme salir de aquí! ¡Déjenme salir, por favor!

Una fofa mano avanzó con objeto de empujarla. Pero la joven se dejó caer hacia atrás para evitar el contacto de aquella asquerosa carne.

Tomando ventaja de la ligera distracción del otro, Blain deslizó una de sus manos hacia su propia espalda en busca de un atizador de adorno que colgaba de la pared. Pero el arma de fuego se alzó en el mismo instante en que sus dedos encontraban la improvisada arma y se curvaban sobre su frío metal.

—¡Qué olvidadizo! —exclamó el extraño ser mientras pequeños puntos brillaban en sus vacías órbitas—. La comprensión mental no tiene limitada su dirección. Le vemos a usted aun cuando estos ojos miren a otra parte. —La pistola se movió señalando a la muchacha—. Ate ese cuerpo.

Obediente, el doctor Blain se proveyó de vendas y ato concienzudamente la muchacha a la mesa. El cabello gris del médico estaba desordenado y su rostro cubierto de sudor mientras apretaba los nudos. Miró a la joven con valor apenas justificado y murmuró:

—Paciencia… No tenga miedo.

Echó una significativa mirada al reloj colgado de la pared. Las manecillas indicaban que faltaban dos minutos para las ocho.

—Así que usted espera ayuda —dijo la voz de una miríada de seres—. Ayuda de Tod Mercer, su criado, que debía ya estar aquí. Usted cree que podría ayudarle en algo, aunque tiene poca fe en su ingenio. En opinión de usted, posee el cerebro de un buey… Es demasiado estúpido para saber en dónde tiene su mano derecha.

—¡Es usted el diablo! —exclamó el doctor Blain al oír aquel recital de sus propios pensamientos.

—Que llegue ese Mercer. Servirá de mucho, ¡pero a nosotros! Tenemos bastante con dos cuerpos… y un tonto vivo siempre es mejor que un inteligente muerto.

Sus anémicos labios se fruncieron en una mueca que puso al descubierto unos secos dientes.

—Mientras tanto, trabaje usted con este cuerpo.

—No creo que tenga ningún otro —protestó Blain.

—Tiene usted que hacer algo. Su corteza cerebral lo grita. Dese prisa, pues de lo contrario vamos a perder la paciencia y nos posesionaremos de usted aún a costa de su salud mental.

Tragando saliva, Blain abrió un cajón y extrajo de él una mascarilla nasal. Arregló su apósito de gasa y colocó el artefacto sobre la nariz de la asustada muchacha. Pensó que no había peligro en hacer a la joven un guiño tranquilizador. Un guiño no es un pensamiento.

Abriendo el armario una vez más, el doctor forzó a su mente, valiéndose de todas sus facultades, a recitar: «Eter, éter, éter». Al mismo tiempo acercó su mano a una botella de ácido sulfúrico concentrado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para lograr su doble propósito. Sus dedos se acercaban cada vez más a la botella. Por fin la cogió.

Forzando a cada fibra de su cuerpo a hacer una cosa mientras mentalmente pensaba en otra, el doctor se volvió al tiempo que quitaba el tapón de cristal a la botella. Entonces quedó inmóvil, con la abierta botella en su mano derecha.

El muerto se colocó inmediatamente frente a él, arma en ristre.

—¡Éter! —Cloquearon en tono de mofa las cuerdas vocales de Clegg—. La mente consciente de usted grita: «¡Eter!», al tiempo que su subconsciente murmura: «¡Ácido!». ¿Cree usted que su inferior inteligencia puede enfrentarse con la nuestra? ¿Cree usted que puede destruir lo que ya está muerto? ¡Es usted un tonto!

La pistola automática se aproximó aún más al doctor.

—Venga la anestesia… sin más dilaciones.

Sin contestar, el doctor Blain volvió a cerrar la botella y la dejó en su sitio. Luego, lentamente, moviéndose lo más despacio que pudo, cruzó la habitación hasta llegar a un armario más pequeño, abrió éste y extrajo de él una pequeña botella de éter. Colocó la botella sobre el radiador y empezó a cerrar el armario.

—¡Quítela de ahí! —cacareó la extraña voz en un tono agudo que delataba la mayor impaciencia.

El arma emitió un tintineo de advertencia al tiempo que Blain se apoderaba de nuevo de la botella.

—De modo que esperaba usted que el radiador hiciera que el líquido se evaporase con la suficiente rapidez para que la botella estallase, ¿eh?

El doctor Blain no contestó. Tardando todo lo que le era posible, trasladó el líquido a la mesa. La muchacha, con los ojos muy abiertos por el efecto del miedo, le vio acercarse y lanzó un pequeño gemido. Blain dirigió una mirada al reloj, pero aunque fue una mirada muy rápida, su atormentador captó el pensamiento que había tras ella y sonrió.

—Él está aquí ahora —dijo.

—¿Quién está aquí? —preguntó Blain.

—Su criado, Mercer. Está ahí fuera, a punto de entrar. Percibimos el tonto vagabundeo de su débil mente. Tenía usted razón al pensar sobre la pequeñez de su inteligencia.

La puerta se abrió, confirmando lo que el visitante había dicho. La muchacha intentó levantar la cabeza. En, susojos brilló una luz de esperanza.

—Mantenga la boca de la joven abierta con algo —articuló la voz que obraba bajo el extraño control—. Utilizaremos la boca para entrar.

El visitante hizo una pausa mientras unos pesados pies se posaban sobre el felpudo de la puerta.

—Llame a ese tonto para que venga aquí. Lo utilizaremos también.

El doctor Blain, a quien se le iban hinchando las venas de la frente, llamó:

—¡Tod! ¡Venga aquí!

Encontró una mordaza dental con la almohadilla puesta. La excitación mantenía tensos los nervios del doctor de los pies a la cabeza. Ningún arma podía disparar en dos direcciones a la vez. Si él lograba hacer que el idiota de Mercer se colocase en la posición adecuada… Si le pudiera advertir… Si él se encontraba en un lado y Tod en el otro…

—No lo intente —le advirtió el resucitado Clegg—. Ni siquiera piense en ello. Si lo hace, acabaremos por posesionarnos de ambos.

Tod Mercer penetró en la habitación. Sus pesadas suelas pisaron la alfombra. Era un hombre corpulento, y su grueso rostro de luna llena, con barba de dos días, surgía muy cerca de sus anchos hombros. Se detuvo cuando vio que en la mesa de operaciones había una muchacha. Sus grandes y estúpidos ojos pasaron de la muchacha al doctor.

—¡Hola, doctor! —dijo con voz insegura—. Tuve un pinchazo y fue necesario cambiar un neumático en la carretera.

—No se preocupe —dijo un gorgoteo irónico detrás de él—. Ha llegado usted muy a tiempo.

Tod se volvió lentamente, moviendo sus botas como si cada una de ellas le pesara una tonelada. Miró a aquello que había sido Clegg y dijo:

—Perdóneme, señor. No sabía que estaba usted aquí.

Sus ojos, parecidos a los de las vacas, recorrieron, sin demostrar el menor interés, al muerto vivo y la pistola automática. Luego se volvieron hacia el anhelante Blain. Tod abrió la boca como para decir algo. Luego la cerró. Una expresión como de ligera sorpresa apareció en su grueso rostro. Sus ojos se volvieron de nuevo para mirar hacia su costado, encontrándose otra vez con la automática.

Esta vez, la mirada no duró ni una décima de segundo. Los ojos de Tod se dieron cuenta de lo que veían, y con asombrosa rapidez, descargó sobre las terribles facciones de lo que había sido Clegg un puño como un jamón, El golpe resultó dinamita, pura dinamita. El cadáver se desplomó con un golpe que hizo retemblar toda la habitación.

—¡Rápido! —gritó el doctor—. Coja el arma.

A continuación, el doctor volcó la mesa de operaciones, con muchacha y todo, haciendo que el mueble diera un fuerte golpe al arma que aún sujetaba una débil mano.

Tod Mercer no salía de su asombro y sus ojos iban de un lado a otro. De la pistola surgió un disparo estruendoso.

La bala rozó el metálico y tubular borde de la mesa y, silbando, fue a incrustarse en la pared, arrancando un trozo de yeso de un pie de ancho.

Blain lanzó un frenético puntapié contra una débil muñeca, pero falló, pues el propietario de la misma la apartó en aquel instante. La pistola se disparó de nuevo. Se oyó un ruido de cristales en el armario más lejano. La muchacha, atada a la mesa, lanzó un agudo chillido.

Aquel grito penetró en el espeso cerebro de Mercer, impulsándole a la acción. Dejando caer una gran bota, aprisionó una muñeca, que pareció de goma bajo su tacón, logrando que los fríos dedos soltaran la pistola. Luego cogió el arma e hizo puntería con ella.

—No, si no puede usted matar eso, así —gritó Blain.

Dio un empujón a Tod Mercer para poner más énfasis a sus palabras.

—Saque a la muchacha de aquí. ¡Apresúrese, hombre por el amor de Dios!

La prisa que había en la voz de Blain no admitía espera. Mercer dejó la automática, llegó hasta la mesa y rompió las ligaduras que aprisionaban a la quejumbrosa joven. Sus enormes brazos la levantaron al fin, sacándola de la habitación.

Tendido en el suelo, aquel cuerpo robado se retorcía y luchaba por ponerse en pie. Sus extrañas pupilas habían desaparecido. Las órbitas de sus ojos estaban ahora llenas de movedizos charcos de luminosidad de color de esmeralda. Su boca se abrió como si estuviera vomitando una fosforescencia de color verde brillante. ¡Las huevas procedentes de Glantok abandonaban a su anfitrión!

El cuerpo logró incorporarse, quedando con la espalda apoyada en la pared. Sus miembros se habían retorcido adoptando posturas de pesadilla. Era un terrible disfraz de ser humano. La masa color verde, de una tonalidad brillante y vívida, fluía de sus ojos, de su boca, formando serpenteantes riachuelos y luego charcos en el suelo.

Blain llegó hasta la puerta en un gigantesco salto, cogiendo al pasar la botella de éter, que estaba, sobre la mesa. Al alcanzar el umbral de la puerta se detuvo temblando. Luego arrojó la botella en medio de la verde masa. A continuación encendió su encendedor, que arrojó tras la botella. Toda la habitación se llenó al instante de llamas, formándose una hoguera infernal.

La muchacha se agarró fuertemente al brazo de Blain mientras, desde la carretera, observaban cómo ardía la casa. La joven dijo:

—Vine a buscarle a usted para que fuera a ver a mi hermano menor. Creemos que tiene el sarampión.

—Iré pronto a verle —prometió Blain.

Un «Sedan» subía por la carretera y se detuvo cerca de ellos, aunque manteniendo el motor en marcha. Un policía sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡Qué desastre! Vimos el resplandor desde una milla de distancia. Ya hemos avisado a los bomberos.

—Temo que lleguen demasiado tarde —repuso Blain.

—¿Tenía asegurado el edificio? —preguntó el policía con amabilidad.

—Sí.

—¿Todas las personas están fuera de él?

Blain afirmó con la cabeza. El policía, antes de marcharse, dijo:

—Hemos venido por aquí en busca de un loco que se ha escapado.

El «Sedán» rugió y se puso en marcha.

—¡Eh! —gritó Blain.

El coche se detuvo de nuevo.

—¿No se llamaba ese loco James Winstanley Clegg? —preguntó el doctor.

—¿Clegg? —dijo la voz del conductor desde el otro lado del «Sedán»—. Ese era el individuo cuyo cadáver desapareció del depósito cuando el vigilante volvió la espalda durante un minuto. Lo más curioso es que encontraron un perro muerto precisamente en el sitio donde había estado el cuerpo de Clegg. Los periodistas empezaron a decir que se trataba de un lobo, pero a mí me pareció un perro.

—De todos modos, el loco no es Clegg —dijo el policía que había hablado primero—. El loco se llama Wilson. Es bajito, pero de cuidado.

Alargó un brazo desde el coche y entregó a Blain una fotografía. El doctor observó el retrato a la luz de las crecientes llamas. El hombre que aparecía en él no tenía el menor parecido con su visitante de aquella tarde.

—Recordaré ese rostro —comentó el doctor devolviendo el retrato al policía.

—¿Sabe usted algo sobre el misterio de Clegg? —preguntó el chofer.

—Sólo sé que está muerto —contestó Blain sin faltar un ápice a la verdad.

Con ademán pensativo, el doctor Blain observó cómo las llamas que surgían de lo que había sido su hogar llegaban casi al cielo. Se volvió a Mercer, que estaba con la boca abierta, y dijo:

—Lo que me extraña es cómo se las arregló usted para pegar a ese individuo sin que él se anticipara a adivinar su intención, disparándole un tiro a quemarropa.

—Vi el arma y le pegué —explicó Mercer extendiendo las manos como disculpándose—. Al ver que tenía un arma, le pegué maquinalmente sin pensar en nada.

—¡Sin pensar en nada! —murmuró Blain.

Esto los había salvado.

El doctor Blain se mordió el labio inferior sin dejar de mirar la creciente hoguera. El techo se hundió con un violento crujido y del hueco surgió un haz de chispas.

—Dentro de su mente, pero no en sus oídos, sonaron unos ligeros y extraños gemidos que se fueron haciendo cada vez más débiles hasta que al cabo cesaron.

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