La ciudad sin nombre - HP. Lovecraft
Al acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba
maldita. Avanzaba por un valle terrible reseco bajo la luna, y la vi a
lo lejos emergiendo misteriosamente de las arenas, como aflora
parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo hablaba
desde las erosionadas piedras de esta vetusta superviviente del diluvio,
de esta bisabuela de la más antigua pirámide; y un aura imperceptible
me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros
secretos que ningún hombre debía ver, ni nadie se habría atrevido a
examinar.
Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre,
ruinosa y desmembrada, con sus bajos muros semienterrados en las arenas
de incontables años. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran
las primeras piedras de Menfis, y cuando aun no se habían cocido los
ladrillos de Babilonia. No hay leyendas tan antiguas que recojan su
nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella temerosamente
alrededor de las fogatas, y las abuelas cuchichean sobre ella también en
las tiendas de los jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin
saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el poeta loco
Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable:
«Que no está muerto lo que yace eternamente
y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir»
y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir»
Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus motivos para evitar
la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en extraños relatos,
pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos,
penetré en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y
por eso no existe en el mundo otro rostro que ostente las espantosas
arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan
horrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas.
Cuando la descubrí, en la espantosa quietud del sueño interminable, me
miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio del calor del
desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla
descubierto, y me detuve con mi camello a esperar que amaneciera.
Cuatro horas esperé, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron
las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea orlada de
oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las
piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones
del desierto permanecían en silencio. Y de repente, por el borde lejano
del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una
minúscula tormenta de arena pasajera; y en mi estado febril imaginé que
de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica
saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las orillas del
Nilo. Y me resonaban los oídos, y me bullía la imaginación, mientras
conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar
innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes, únicamente yo he
llegado a ver.
Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin
encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres -si es
que fueron hombres- que habían construido esta ciudad y la habían
habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era malsana,
por lo que deseé fervientemente descubrir algún signo o clave que
probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había
ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían
desasosiego. Llevaba conmigo numerosas herramientas, y cavé mucho entre
los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran lentos y
nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron otra
vez, el viento frío me trajo un nuevo temor, de forma que no me atreví a
quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para descansar,
una pequeña tormenta de arena se levantó detrás de mí, soplando entre
las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el
desierto permanecía inmóvil.
Al amanecer desperté de una cabalgata de horribles pesadillas, y me
resonó en los oídos como un tañido metálico. Vi asomar el sol rojizo
entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba
sobre la ciudad sin nombre, haciendo más patente la quietud del paisaje.
Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las
arenas como un ogro bajo su colcha, y de nuevo cavé en vano en busca de
reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a
señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los casi
desaparecidos edificios. Observe que la ciudad había sido efectivamente
poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza.
Me representaba el esplendor de una edad tan remota que Caldea no
podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada, ya existente en
la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib,
excavada en la piedra gris antes de la aparición de los hombres.
De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de
la arena formando un bajo acantilado y vi con alegría lo que parecía
prometer nuevos vestigios del pueblo antediluviano. Toscamente talladas
en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios
edificios pequeños o templos achaparrados, cuyos interiores conservaban
quizá numerosos secretos de edades incalculablemente remotas; aunque las
tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin
duda exhibieron en su exterior.
Las oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban cegadas
por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a
gatas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese.
Una vez en el interior, vi que la caverna era efectivamente un templo, y
descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su
religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares
primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía
esculturas ni frescos, había muchas piedras extrañas, claramente
talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy
extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía
estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha
revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me
producían temor; ya que determinados altares y piedras sugerían
olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que hicieron que
me preguntase qué clase de hombres podían haber construido y
frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el
lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo que pudieran
revelarme los templos.
La noche se estaba echando encima; pero las cosas tangibles que había
visto hacían que mi curiosidad fuese más fuerte que mi miedo, y no huí
de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera vez
que vi la ciudad sin nombre. En el crepúsculo, limpié otra abertura; y
encendiendo una nueva antorcha me introduje a rastras por ella, y
descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan vago como
en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos
amplio, y terminaba en un estrecho pasadizo en el que había oscuras y
misteriosas hornacinas. Y me encontraba examinando estas hornacinas
cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la quietud, y me
hicieron salir a ver qué había asustado al animal.
La luna brillaba intensamente sobre las primitivas ruinas, iluminando
una densa nube de arena que parecía producida por un viento fuerte,
aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado que
tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había
inquietado al camello, y estaba a punto de llevarlo a un lugar más
protegido, cuando alcé los ojos por casualidad y vi que no soplaba
viento alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me
produjo temor otra vez; pero inmediatamente recordé los vientos locales y
súbitos que había observado anteriormente durante el amanecer y el
crepúsculo, y pensé que era cosa normal. Supuse que provenía de alguna
grieta de la roca que comunicaba con alguna cueva, y me puse a observar
el remolino de arena a fin de localizar su origen; no tardé en descubrir
que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de
donde yo estaba, casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube
sofocante de arena, en dirección a dicho templo, y al acercarme descubrí
que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante
menos obstruida de arena dura. Habría entrado, de no ser por la terrible
fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi antorcha. Brotaba
furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba
la arena y la esparcía por entre las espectrales ruinas. Poco después
empezó a amainar, y la arena se fue aquietando poco a poco, hasta que
finalmente todo quedo inmóvil otra vez; pero una presencia parecía
acechar entre las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los
ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si se reflejara en la
superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que
podía explicarme, aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de
prodigios; así que tan pronto como el viento se calmó, crucé el umbral y
me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento.
Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más
grande de cuantos había visitado hasta el momento; probablemente era una
caverna natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna
región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las
piedras y los altares eran tan bajos como los de los otros templos. En
los muros y en el techo observé por primera vez vestigios del arte
pictórico de la antigua raza, curiosas rayas onduladas hechas con una
pintura que casi se había borrado o descascarillado; y en dos de los
altares vi con creciente excitación un laberinto de relieves curvilíneos
bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la
forma del techo era demasiado regular para que fuese natural, y me
pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar.
Su habilidad técnica debió de ser inmensa.
Luego, una súbita llamarada de la caprichosa antorcha me reveló lo
que había estado buscando: el acceso a aquellos abismos más remotos de
los que había brotado el inesperado viento; sentí un desvanecimiento al
descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, cincelada en
la sólida roca. Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo
bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo descendente de toscos
escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos
peldaños en mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. En
aquel momento no sabía si considerarlos peldaños o meros apoyos para
salvar una pendiente demasiado pronunciada. La cabeza me daba vueltas,
agobiada por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las
palabras y advertencias de los profetas árabes, a través del desierto,
desde las tierras que los hombres conocen a la ciudad sin nombre que no
se atreven a conocer. Pero sólo vacilé un momento, antes de cruzar el
umbral y empezar a bajar precavidamente por el empinado pasadizo, con
los pies por delante, como por una escala de mano.
Solo en los terribles desvaríos de la droga o del delirio puede un
hombre haber efectuado un descenso como el mío. El estrecho pasadizo
bajaba interminable como un pozo espantosamente fantasmal, y la antorcha
que yo sostenía por encima de mi cabeza no alcanzaba a iluminar las
ignoradas profundidades hacia las que descendía. Perdí la noción de las
horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar en la
distancia que debía de estar recorriendo. Había giros y cambios de
pendiente; una de las veces llegué a un corredor largo, bajo y
horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies
por delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi
brazo. No había altura suficiente para permanecer de rodillas. Después,
me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando
interminablemente mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco,
hasta que se apagó. Creo que no me di cuenta en ese momento, porque
cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me siguiera
alumbrando. Me tenía completamente trastornado esa pasión por lo extraño
y lo desconocido que me había convertido en un errabundo en la tierra y
un frecuentador de lugares remotos, antiguos y prohibidos.
En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi
amado tesoro de saber demoníaco: frases del árabe loco Alhazred,
párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames
del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas
extrañas y murmuraba cosas sobre Afrasiab y los demonios que bajaban
flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase
de uno de los relatos de Lord Dunsany: «La sorda negrura del abismo». En
una ocasión en que el descenso se volvió asombrosamente pronunciado,
repetí con voz monótona un pasaje de Tomás Moro, hasta que tuve miedo de
recitarlo más:
Un pozo de tinieblas. negro
tomo un caldero de brujas, lleno
De drogas lunares en eclipse destiladas
Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la mirada,
Negras Paredes lisas como el cristal
Recién acabadas de pulir,
Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte
Derrama por sus bordes viscosos.
tomo un caldero de brujas, lleno
De drogas lunares en eclipse destiladas
Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la mirada,
Negras Paredes lisas como el cristal
Recién acabadas de pulir,
Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte
Derrama por sus bordes viscosos.
El tiempo había dejado de existir por completo cuando mis
pies tocaron nuevamente un suelo horizontal, y llegué a un recinto algo
más alto que los dos templos anteriores que, ahora, estaban a una
distancia incalculable, por encima de mí. No podía ponerme de pie, pero
podía enderezarme arrodillado; y en la oscuridad, me arrastré y gateé de
un lado para otro al azar. No tardé en darme cuenta de que me
encontraba en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban
numerosos estuches de madera con el frente de cristal. El descubrir en
semejante lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera
pulimentada me produjo un estremecimiento, dadas sus posibles
implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados a lo largo del
pasadizo a intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales,
espantosamente parecidos a ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté
de mover uno o dos, a fin de examinarlos, descubrí que estaban
firmemente sujetos.
Comprobé que el pasadizo era largo y seguí adelante con rapidez,
emprendiendo una carrera a cuatro patas que habría parecido horrible de
haber habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en cuando me
desplazaba a un lado y a otro para palpar mis alrededores y cerciorarme
de que los muros y las filas de estuches seguían todavía. El hombre está
tan acostumbrado a pensar visualmente que casi me olvidé de la
oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente
cubierto de madera y cristal como si lo viese. Y entonces, en un
instante de indescriptible emoción, lo vi.
No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió a la visión real;
pero surgió gradualmente un resplandor delante de mí, y de repente me di
cuenta de que veía los oscuros contornos del corredor y los estuches a
causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un
momento todo fue exactamente como yo lo había imaginado, ya que era muy
débil la claridad; pero al avanzar maquinalmente hacia la luz cada vez
más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era demasiado débil.
Esta sala no era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba,
sino un monumento de un arte de lo más magnífico y exótico. Ricos y
vívidos y atrevidamente fantásticos dibujos y pinturas componían una
decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda
descripción. Los estuches eran de una madera extrañamente dorada, con un
frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de
unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más
caóticos del hombre.
Es imposible dar una idea de estas monstruosidades. Era de naturaleza
reptil con unos rasgos corporales que unas veces recordaban al
cocodrilo, otras a la foca, pero más frecuentemente a seres que el
naturalista y el paleontólogo no han conocido jamás. Tenían más o menos
el tamaño de un hombre bajo, y sus extremidades anteriores estaban
dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y los
dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo
contorno transgredía todos los principios biológicos conocidos. No hay
nada a lo que aquellas criaturas se pueda comparar con propiedad…
fugazmente, pensé en seres tan diversos como el gato, el perro dogo, el
mítico sátiro y el ser humano. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan
enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la carencia de nariz y
la mandíbula de caimán, les situaba fuera de toda categoría
establecida. Durante un rato dudé de la realidad de las momias, casi
inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no
tardé en convencerme de que eran efectivamente especies paleógenas que
habían existido cuando la ciudad sin nombre estaba viva. Como para
rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban
suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de
adornos de oro, joyas y metales brillantes y desconocidos.
La importancia de estas criaturas reptiles debió de ser inmensa, ya
que estaban en primer término, entre los extravagantes motivos de los
frescos que decoraban las paredes y los techos. El artista las había
retratado con inigualable habilidad en su propio mundo, en el cual
tenían ciudades y jardines trazados según sus dimensiones; y no pude por
menos de pensar que su historia representada era alegórica, revelando
quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía,
debían de ser para los habitantes de la ciudad sin nombre lo que fue la
loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios.
Siguiendo esta teoría, pude descifrar someramente una épica asombrosa
de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera
que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus
luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que
la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y
derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles
de sus habitantes -representados aquí alegóricamente como grotescos
reptiles- se vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la
roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían
hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su
conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era
inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.
Al avanzar por el corredor hacia la luz más brillante, vi nuevas
etapas de la épica representada: la despedida de la raza que había
habitado la ciudad sin nombre y el valle hacía unos diez millones de
años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus
cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, en los que se habían
asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la
roca virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar
sus cultos religiosos. Ahora que había más luz, pude examinar las
pinturas con más detenimiento; y recordando que los extraños reptiles
debían de representar a los hombres desconocidos, pensé en las
costumbres imperantes en la ciudad sin nombre. Había muchas cosas
inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había
llegado a alcanzar, al parecer, un grado superior al de aquellas otras
inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque noté omisiones
singulares. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la
muerte o de las costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra,
de violencia o de plagas; así que me preguntaba por qué esta reserva
respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen abrigado un ideal de
inmortalidad como una ilusión esperanzadora.
Más cerca del final del pasadizo había pintadas escenas de máximo
exotismo y extravagancia: vistas de la ciudad sin nombre que ahora
contrastaban por su despoblación y su creciente ruina, y de un extraño y
nuevo reino paradisíaco hacia el que la raza se había abierto camino
con sus cinceles a través de la roca. En estas perspectivas, la ciudad y
el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo
dorado flotando sobre los muros derruidos y medio revelando la
espléndida perfección de los tiempos anteriores, espectralmente
insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado
extravagantes para que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto
de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y valles etéreos.
Al final, me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las
pinturas se volvieron menos hábiles y mucho más extrañas, incluso, que
las más disparatadas de las primeras. Parecían reflejar una lenta
decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad
hacia el mundo exterior del que les había arrojado el desierto. Las
formas de las gentes -siempre simbolizadas por los reptiles sagrados-
parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que
mostraban flotando por encima de las ruinas bañadas por la luna,
aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como
reptiles con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y
a cuantos seres lo respiraban; y en una terrible escena final se veía a
un hombre de aspecto primitivo -quizá un pionero de la antigua Irem, la
Ciudad de los Pilares-, en el momento de ser despedazado por los
miembros de la raza anterior. Recuerdo el temor que la ciudad sin nombre
inspiraba a los árabes, y me alegré de que más allá de este lugar, los
muros grises y el techo estuviesen desnudos de pinturas.
Mientras contemplaba el cortejo de la historia mural, me fui
acercando al final del recinto de techo bajo, hasta que descubrí una
entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta
ella, y dejé escapar un alarido de infinito asombro ante lo que había al
otro lado; pues en vez de descubrir nuevas cámaras más iluminadas, me
asomé a un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como supongo que se
vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de bruma
iluminada por el sol. Detrás de mí había un pasadizo tan angosto que no
podía ponerme de pie; delante, tenía un infinito de subterránea
refulgencia.
Del pasadizo al abismo descendía un pronunciado tramo de escaleras
-de peldaños pequeños y numerosos, como los de los oscuros pasadizos que
había recorrido-; aunque unos pies más abajo los ocultaban los vapores
luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una
pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con
fantásticos bajorrelieves, capaz de aislar todo el mundo interior de
luz, si se cerraba, respecto de las bóvedas y pasadizos de roca. Miré
los peldaños, y de momento, me dio miedo descender por ellos. Tiré de la
puerta de bronce, pero no pude moverla. Luego me tumbé boca abajo en el
suelo de losas, con la mente inflamada en prodigiosas reflexiones que
ni siquiera el mortal agotamiento podía disipar.
Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando libremente,
me volvieron a la conciencia muchos detalles que había observado de
pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas que
representaban la ciudad sin nombre en su esplendor, la vegetación del
valle que la rodeaba, y las tierras distantes con las que sus mercaderes
comerciaban. La alegoría de las criaturas reptantes me desconcertaba
por su universal distinción, y me asombraba que se conservase con tanta
insistencia en una historia de tal importancia. En los frescos se
representaba la ciudad sin nombre guardando la debida proporción con los
reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su
magnificencia, y medité un momento sobre determinadas peculiaridades que
había notado en las ruinas. Me parecía extraña la escasa altura de los
templos primordiales y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente
por deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque,
evidentemente, obligaban a los adoradores a reptar. Quizá los mismos
ritos comportaban esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo,
ninguna teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos
horizontales que se intercalaban en ese espantoso descenso eran tan
bajos como los templos… o más, puesto que no era posible permanecer
siquiera de rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos
espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo
sobresalto de terror. Las asociaciones de la mente son muy extrañas; y
me encogí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo
despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en
medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primordial.
Pero en mi extraña y errabunda existencia, el asombro siempre se
imponía a mis temores; pues el abismo luminoso y lo que podía contener
planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No me
cabía duda de que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente
pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí
los recuerdos humanos que las pinturas del corredor no me habían podido
ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta
región inferior, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me
esperaban.
Mis temores, efectivamente, se relacionaban más con el pasado que con
el futuro. Ni siquiera el horror físico de mi situación en aquel
angosto corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas
por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y
brumas espectrales, podía compararse con el miedo que sentía ante la
abismal antigüedad del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan
inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las
rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre,
mientras que los últimos mapas asombrosos de los frescos mostraban
océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran
vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades
geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y
rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas
cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de
vida; ahora, me encontraba solo entre estas vívidas reliquias, y
temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas
reliquias habían mantenido una vigilia muda y abandonada.
De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo terror que de cuando en
cuando me asaltaba desde que había visto el terrible valle y la ciudad
sin nombre bajo la fría luna; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a
mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro
corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el
mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por
la noche, y que era tan inexplicable como acuciante. Un momento después,
sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido
definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas
profundidades sepulcrales. Fue un gemido bajo, profundo, como de una
multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia
donde yo miraba. El rumor fue creciendo rápidamente, y no tardó en
resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve
conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a
la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese
viento pareció devolverme el equilibrio, porque instantáneamente recordé
las súbitas ráfagas que se levantaban en torno a la entrada del abismo
en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales, efectivamente, me
había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba
poco para amanecer, así que me preparé para resistir el vendaval que
regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi
miedo disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar
las lucubraciones sobre lo desconocido.
Cada vez entraba con más violencia el quejumbroso y aullante viento
de la noche, precipitándose en el abismo subterráneo. Me dejé caer de
nuevo boca abajo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me
arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No
me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que, en
efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron mil
nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente
despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un
estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al
hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos
demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vindicativa
tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final,
creo que grité frenéticamente -casi enloquecido-; si fue así, mis gritos
se perdieron en aquella babel infernal de espíritus aulladores. Traté
de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida,
pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e
inexorablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de
trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel
inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la
ciudad sin nombre:
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».
Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».
Sólo los ceñudos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió
en realidad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué
Abaddón me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y
estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o
algo peor me reclame. Fue monstruoso, inmenso, antinatural… muy lejos de
cuanto el hombre pueda concebir, salvo en las primeras horas
silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del viento era infernal -cacodemoníaca-, y que
sus voces eran espantosas a causa de una perversidad reprimida durante
eternidades de desolación. Luego, estas voces, aunque delante de mí
seguían siendo caóticas, imaginó mi cerebro enfebrecido que adoptaban
forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas
hacía innumerables evos, leguas debajo del mundo diurno de los hombres,
oí horribles maldiciones y gruñidos de demonios de extrañas lenguas. Al
volverme, vi recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no
podía verse en la oscuridad del corredor: una horda pesadillesca de
seres que se precipitaban, de demonios semitransparentes distorsionados
por el odio, grotescamente ataviados, y pertenecientes a una raza que
nadie habría podido confundir: la de las criaturas reptiles de la ciudad
sin nombre.
Cuando se calmó el viento, me envolvió la negrura más absoluta de las
entrañas de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la
gran puerta de bronce se cerró de golpe con un estruendo ensordecedor de
música metálica cuyos ecos ascendieron hasta el mundo distante para
saludar al sol naciente, como lo saluda Memnón desde las orillas del
Nilo.
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